39.992 más los 8 de la Trafic
#18 | Una crónica en primera persona de Juan Ignacio Isern acerca del título del Apertura 2004. También es un ensayo, una toma de posición, una aserción sobre cómo se mide un éxito deportivo.
No estoy de acuerdo con ceñir la evaluación de una campaña a la obtención o no de un título ni de medir una carrera deportiva según este patrón.
Comencé a ver fútbol (o, al menos, a prestarle atención) en la temporada 1986/87. Veníamos de un subcampeonato, perdimos increíblemente la final de una liguilla pre Libertadores e íbamos hacia otro subcampeonato particularmente traumático (no hace falta ahondar en los porqué) pero yo a ese equipo ya lo celebraba. Lo disfrutaba. Y esa etapa habría quedado en mi memoria feliz aun cuando al año siguiente no hubiera existido “el campeón de todos”. Estaba muy conforme con lo que veía dentro de la cancha, con un equipo que jugaba bien, con un club de vida muy activa, que producía jugadores, que armaba grandes planteles, que llenaba las selecciones.
Quizás fue en ese momento (de triunfos perdidos) que formé mi idea de que hay que saber celebrar el buen fútbol más allá del resultado final. Ojo, no soy ajeno a la locura que se vive en los momentos de definición de un campeonato. El éxtasis posible y la decepción latente forman un cóctel demencial y hermoso. No es que no viva eso con intensidad y felicidad, de lo que hablo es del análisis a mediano plazo.
Lo que hizo Boquita Sensini en 2009, con un equipo muy falto de jerarquía, fue una hazaña. Si lamento que esa campaña no haya sido coronada con un campeonato —que mereció— es por Sensini, por algunos jugadores de ese plantel y por los nabos que ahora lo recuerdan con desprecio. Pero, para mí, ese subcampeonato vale un título. De esa dirigencia y de Boquita.
Mucho antes de que Messi ganara su copa del mundo en Qatar 2022 yo ya consideraba que era, por lejos, el mejor jugador de fútbol que había visto en mi vida.
Tuve la suerte de ver a Maradona, pude emocionarme con su fútbol y alentarlo en una cancha, pero eso no me impidió ver que en el 2009 Messi ya había hecho futbolísticamente todo lo que hizo Maradona, e incluso más. Demoró trece años para salir campeón de todo y que su reinado quedara fuera de toda discusión pero fue un trámite innecesario, muy propio de la inhumana burocracia argentina.
También creo que hay títulos que valen más que otros. Con el paso del tiempo se tiende a emparejar y a achatar y pareciera que una estrella fuera igual a otra, pero para el que la vivió, eso es una mentira. Yo soy cultor de mantener esa memoria activa. En el último tiempo hemos visto clubes que fueron campeones sin demasiado mérito deportivo, con planteles del montón y un juego pobre del que ya ningún hincha argentino se acuerda, equipos incomparables —por ejemplo— con el del Tata Martino que ganó el campeonato en 2013. Ese en el que volvimos a ser “el campeón de todos”. ¿Me dicen que porque cada uno habilita a pintar una estrella son lo mismo? De ninguna manera.
Si fuera hincha de Central, guardaría con mucha más felicidad en mi corazón las campañas del Chacho Coudet —que no salió campeón habiéndolo merecido largamente— que las fortuitas de Bauza y Russo que sí le sumaron una estrella a su club. No me cabe ningún tipo de duda.
Todo este extenso prolegómeno es un disclaimer, una aclaración que siento necesaria antes de abocarme al tema que me ocupa. Porque voy a hablar de la estrella del 2004. El 1978 leproso, la estrella de la era López.
Y lo voy a hacer contando lo que viví. Una alegría desbordante, una felicidad absoluta. Un desahogo brutal.
Para viajar a Avellaneda había conseguido que mi papá me prestara la Trafic. En realidad no había conseguido lo que me hubiese gustado: que mi papá se enganchara a ir a Avellaneda con nosotros. Ese fue el primer campeonato de Newell's que no vi con él. Habíamos ido en el 90 a la cancha de Ferro para el partido contra San Lorenzo y en el 91 a la Boca. Habían pasado trece años. Le habían quitado su platea de muchos años para dársela a un barra (o a un funcionario, en la época de López era más o menos lo mismo) y se acostumbró a ver los partidos por la tele. Ahí prefirió quedarse.
El 11 de diciembre de 2004 no sabíamos cómo organizar el viaje. Antes de partir había que pasar por el club a votar, pero los horarios iban a estar muy justos y suponíamos que iba a ser complicada la movida. Conseguir una entrada fue otra dificultad. En la Trafic viajamos ocho personas que consiguieron sus entradas por al menos cinco canales distintos. Un amigo de un amigo que tiene un amigo en la barra, o en el club: así era la administración que hubiéramos querido desterrar ese día y no nos dejaron. Ese día no se pudo, hubo que esperar cuatro años para festejar ese campeonato.
Nunca supimos qué pasó pero nos enteramos a primera hora del domingo 12 que López, sus abogados y los funcionarios de turno nos ahorraban las molestias de ir a votar.
Y así arrancamos para Avellaneda, 300 kilómetros de bocinazos, cantitos, saludos y festejo. Una columna contínua roja y negra en los peajes, en las estaciones de servicio, en la General Paz, alrededor de la cancha. Era fiesta y festejo. Nadie iba a ver un partido, íbamos a dar la vuelta olímpica. Independiente era un club amigo, no peleaba por nada y, en todo caso, Eduardo arreglaría lo que hubiera que arreglar. Ninguno había llevado una radio portátil para escuchar lo que pasaba con Vélez y Arsenal. Nadie supuso que fuera necesario.
De lo único que no voy a hablar en este repaso es de fútbol. Los jugadores y el Tolo Gallego habían viajado con la misma convicción que nosotros, suponiendo que Independiente se sumaría al festejo. Pero no fue así. El partido fueron 105 minutos de angustia y sufrimiento. Ese día no había dentro de la cancha nada que ver ni festejar. Y, en mi caso particular, al sufrimiento se le sumó una lesión provocada en un partidito de fútbol de la semana anterior que me causaba un dolor muy intenso en la espalda.
Al volver a Rosario los estudios médicos mostraron que tenía una vértebra quebrada, pero el médico ya lo intuía y por eso el jueves 9 me había indicado que usara una faja y que por favor no manejara 600 kilómetros un vehículo pesado, que no estuviera seis horas parado en un estadio, que no saltara continuamente, que no me abrazara como loco con mi hermano, mis primos y cuanto leproso se me pasara por adelante, que no diera la vuelta al obelisco corriendo como un demente, que no me subiera al techo de la Trafic para hacer flamear una bandera roja y negra.

De las siete estrellas (chupala AFA, son siete) seis nos salieron hermosas, brillantes, magníficas. Una es distinta, pero la quiero muchísimo, la quiero igual quizás por eso, por todas esas cosas distintas que encierra y que viví aquel domingo de Avellaneda.
♥️🖤