El primo del campo
#12 | El 12 de octubre de 1966 nacía Boquita Sensini, crack y campeón. Este capítulo del libro "Hasta las nubes llega el clamor" de Gustavo Báez mantiene la intriga hasta el final pero acá spoileamos
En la década del setenta la vida transcurría en la calle, en cada cuadra se formaba una barrita y eso daba lugar a un equipo de fútbol formado exclusivamente por jugadores de esa manzana. Eso pasaba en todas las cuadras, por lo cual eran frecuentes los desafíos entre equipos vecinos. Esos desafíos eran organizados por los chicos de un par de años más, que hacían las veces de dirigentes.
Yo jugaba en Saavedra, que era la calle de zona sur que pasaba por la esquina, pero ya en Ayolas, cien metros más allá, tenían otro equipo. Y lo mismo en 24 de Septiembre y en España. Respecto de las canchas, había dos o tres potreros o patios de baldosas habilitados para los partidos, pero el escenario más frecuente era el cantero central del bulevar Seguí, en la época en que todavía no estaban plantados los palos borrachos (maldito Natale). En ocasiones especiales, que podía ser algún desafío más importante o un mini torneo, los encuentros se trasladaban al club Provincial.
Nuestro equipo distaba de ser brillante y tampoco era muy numeroso, los que estrictamente vivíamos en la cuadra éramos cuatro: Emi, los hermanos Manzana y Elmer y yo. Así que lo completábamos con algunos agregados que venían a hurtadillas desde un poco más allá. Riganti en ese entonces era rival, jugaba en Ayolas, Dany también, pero él jugaba para 24 de Septiembre. Recién años más tarde nos fuimos agrupando y formando un selectivo.
En medio de esa pobreza, yo estaba acostumbrado a ser un pseudo capitán porque tenía una única destreza -no suficiente para el fútbol pero sí necesaria- que los demás no poseían: corría rápido.
Cada tanto Emi mencionaba a su primo Roberto, de su misma edad, que vivía en General Lagos. Yo lo conocía sólo de vista, porque cuando venía era para alguna reunión familiar o cumpleaños y en esos momentos en que estaban bien vestidos no salían a jugar a la vereda. Era un colorado con pinta de gringo, cosa que pegaba totalmente con la ascendencia italiana de la familia.
Hasta que un verano, en las interminables tardes durante las vacaciones, Roberto vino a quedarse unos días a la casa de Emi y al fin pudimos conocerlo. Lo integramos enseguida a la barra con el ritual que hacíamos habitualmente, una carrera hasta la cortada. Yo, que estaba acostumbrado a estar delante del pelotón desde la largada, vi con asombro como el gringuito arrancaba a máxima velocidad y no aflojaba hasta la llegada. Nos dejó a todos como quince metros atrás.
A partir de ahí, no solamente se ganó nuestro respeto sino que tratamos de hacer coincidir los partidos con las fechas en que sabíamos que vendría de visita; nuestro equipo mejoraba considerablemente con él. Incluso lo llevamos a algunos partidos en el club, donde jugábamos en cancha más grande y tenía más espacio para desarrollar su potencia. El gringo no era especialmente habilidoso, pero se llevaba todo por delante, resultaba incontenible para los rivales.
Una vez Roberto vino de visita un domingo al mediodía, justo cuando estábamos aprestándonos para ir a la cancha. No fue muy difícil convencer a sus padres de que lo dejaran venir, dado que era la actividad que nosotros hacíamos cada quince días con total normalidad.
Lo primero que tuvimos que enseñarle fue cómo colarse en la cancha, así que le transmitimos nuestra técnica, simple pero bastante depurada por el tiempo que llevábamos aplicándola. Como en esa época los menores, categoría difusa que llegaba hasta los doce o trece años según el tamaño del niño, que iban en grupo familiar no pagaban entrada, nuestro juego era meternos subrepticiamente -de a uno, nunca en patota- delante de cualquier tipo que estuviera entrando y simular que era nuestro acompañante. Era muy importante la naturalidad en ese movimiento, porque si fallaba no había más que dos intentos: por la puerta del Hipódromo o por la del Palomar, las dos únicas habilitadas para el acceso de locales.
Tan sofisticados éramos en ese momento que, una vez dentro de la cancha, no nos contentábamos con ir a la tribuna oficial, sino que intentábamos colarnos en la platea de la visera que ahora se llama Gerardo “Tata” Martino, pero en ese momento no sabíamos que alguna vez habría un jugador con ese nombre. La técnica era la misma, pero requería mayor precisión en los movimientos porque los controles de acceso eran más celosos.
Era una tarde despejada y muy soleada de noviembre de 1979 y todo funcionó bien, el aprendiz Roberto cumplió su papel con éxito y pudimos entrar a las plateas. Como éramos unos cuantos, nos ubicamos en el codo donde estaba el palco de periodistas Juan Pascual, que solían ser las plateas menos solicitadas y había menos chances de que apareciera el dueño de la butaca y nos hiciera un escándalo. Nos pudimos sentar todos en la misma fila: Manzana, Elmer, Riganti, yo, Libe, Emi y Roberto, que miraba para todos lados deslumbrado como si lo hubiéramos llevado a Disney.
Para completar una jornada perfecta, le ganamos 2 a 0 a Quilmes con goles de nuestro muy querido Roque Alfaro y de Petti, aquel jugador exquisito y algo lento que había venido de Platense. Esa temporada el equipo dirigido por Yudica tuvo momentos de muy buen juego y resultados no del todo satisfactorios.
Nos generaba expectativas ese campeonato, lo teníamos a Civarelli como un arquero joven y firme, una zaga compensada con un fino Juan Simón -que venía de ser campeón mundial juvenil en Japón- y el Caballo Killer que no andaba con sutilezas. También había llegado su hermano el Colorado para reforzar la defensa, en el medio lo conservábamos al Tolo Gallego, titular indiscutido de la selección campeona del mundo de Menotti, y a Alfaro en su mejor momento; arriba estaban Cucurucho Santamaría y Chirola Yazalde aún vigentes y un chiquitito nuevo que se había abierto paso en la primera a fuerza de goles: Víctor Rogelio Ramos. No funcionó la incorporación que había generado más expectativa, el Indio Gómez, goleador y campeón con Quilmes.
En los años siguientes nos enteramos, por informaciones que nos llegaban de tanto en tanto, que Roberto se había destacado en el equipo de su pueblo y fichado para las inferiores de Newell’s.
Nuestro grupo, con algunas altas y otras bajas, siguió yendo a la cancha domingo a domingo en una época donde la obtención de un campeonato parecía un objetivo cercano en el comienzo de cada torneo y fatalmente se desdibujaba en los tramos finales.
Así estábamos al comienzo de 1987, cuando el equipo del Indio Solari competía entre los primeros puestos de la tabla. No podíamos saber entonces que esos mismos jugadores, más algunos regresos notables, serían campeones al año siguiente en el lujoso equipo dirigido nuevamente por Yudica. Era el mes de febrero cuando nos tocó jugar con Temperley por la vigésimonovena fecha, un partido desgraciado en el cual terminamos perdiendo 2 a 1. Nosotros ya no íbamos a la platea por razones obvias, no nos podíamos colar tan fácilmente como antes, nos contentábamos con ocupar un lugar más o menos fijo en la tribuna oficial del Palomar. Ese día no estaban ni Emi ni Libe, quienes ya no iban todos los partidos, pero sí Riganti, Manzana, yo y algunos nuevos integrantes de la barra, como Cacho, Moto, Manguera, Petete y el Químico.
En un momento del partido se lesiona Fabián Basualdo y tiene que entrar, haciendo su debut en condición de local, un marcador que se había incorporado hacía poco al plantel de primera. Siete años después de aquella primera y tímida incursión a la platea de la visera, saltó a la cancha Roberto Néstor Sensini.
(*) El primo del campo es el capítulo 3 del libro Hasta las nubes llega el clamor, de Gustavo Báez, publicado en 2024.