Ñubel, carajo
#19 | A treinta y cuatro años del Apertura 1990, un campeonato tan memorable como inesperado. El primer título de la era Bielsa
—El Torpedo Sáez era un fenómeno, encaraba y le pegaba bien con las dos piernas. Hasta el partido con Estudiantes, cuando lo desairó dos o tres veces al Avión Ramírez y en la jugada siguiente lo descalabró. Nunca se recuperó del todo de esa lesión —decía el Químico mientras le echaba un chorro de soda a la copa de vino ante el horror de sus interlocutores.
Ese partido de fines de abril de 1989, efectivamente, dejaría a Lorenzo Sáez por varios meses fuera de las canchas en el mejor momento de su carrera y en el contexto de un equipo que no funcionaba. Tanto la fatídica lesión de Sáez como el andar irregular de Taffarel fueron símbolos de lo que estaba pasando en el equipo, donde los reemplazos de inferiores no lograban cubrir los lugares que habían dejado los jugadores emigrados luego de la extraordinaria campaña de 1988. Los torneos que siguieron fueron erráticos.
El absurdo campeonato de 1988/89, donde se disputaba a los penales un punto extra en los partidos empatados, pasó un tanto asordinado para nosotros porque estábamos jugando en buena forma la Copa Libertadores. En ese torneo local terminamos en el puesto 12 —que por entonces era mitad de tabla para abajo— y, como al final del campeonato nos descontaron dos puntos por un partido con incidentes, solamente nos separaron tres puntos de Deportivo Español, el penúltimo (el último fue Instituto, cortado y descendido varias fechas antes).
Del equipo campeón ya no estaban ni Dezotti ni Abel Balbo y sí seguían Ramos, Alfaro y Almirón, pero parecían haber comenzado ya el declive de sus carreras. Empezaron a alternar el Pitufo Grioni, Baravane, Sáez, un incipiente Batistuta, Adrián Blas Taffarel, más los retornados Jorge Gabrich y el Negro Sen, pero ninguno (excepto el Torpedo) llegó a afianzarse.
Para el torneo siguiente se impuso la necesidad de reforzar el equipo para mejorar la campaña, así fue como llegaron el Panza Videla, Oscar Tedini y el oriental Falero Robles. La producción —esta vez sin jugar Copa— fue tan mediocre como el año anterior: entramos otra vez en el puesto 12 y nuevamente nos descontaron dos puntos por violencia en las tribunas en un clásico de local (el del chancho escribano). El agravante para el torneo siguiente era que se perdía para el promedio la montaña de puntos del campeonato del 88.
Al final del torneo 1989/90, con vistas al certámen siguiente, habíamos quedado en un lote con Platense, Mandiyú y Ferro, todos con promedio 0,908, más atrás venía Chaco For Ever con 0,842. Estábamos comprometidos, aunque nada que ver con lo desesperante que vendría algunos años después: hay que recordar que en ese momento cada victoria daba dos puntos, con lo que —a cálculo hecho— un promedio de 1,000 ponía a salvo del descenso (más tarde, con los tres puntos, ese valor de seguridad era casi de 1,250, tanto para evitar el descenso directo como de jugar la promoción). Un aspecto preocupante era que los equipos que subían del Nacional B eran Huracán y Lanús.
Podría decirse que José Yudica fue un excelente conductor, pero como armador de planteles no fue igualmente eficiente. La plantilla que recibió del Indio Solari era mucho mejor que la que él le dejaba al entrenador siguiente.
La designación de Marcelo Bielsa como técnico vino envuelta en polémicas. Según declaraciones del entonces presidente Mario García Eyrea, la comisión directiva estaba dividida y algunos pugnaban por la contratación de Rodolfo Motta, entrenador especializado en salvar equipos del descenso. Las dudas no se despejaron cuando el joven director técnico, que haría su primera experiencia en primera división, dio una entrevista en la televisión. Ante la pregunta de Juan Gerardo Mármora por eventuales refuerzos para el equipo, hizo un silencio (que más tarde sería marca registrada) y contestó secamente: “Ninguno, con el plantel que tenemos es suficiente”. El experimentado periodista repreguntó por la escasa cantidad de delanteros con la que contaba y Bielsa respondió: “Lo tengo a Julio Saldaña, que perfectamente puede ocupar puestos de ataque”.

—¿Viste el loco que pusieron de técnico? —fue lo primero que me dijo Moto al verme la mañana siguiente—. Me parece que con este tipo no vamos a ganar para sustos.
Sin embargo, según trascendió en las semanas siguientes, los dirigentes intentaron contratar al único jugador que Bielsa estaba convencido de traer: Gabriel Batistuta, quien tenía chances de pegar la vuelta después de una floja temporada en River. El pase estuvo a punto de concretarse pero finalmente se cayó y fue reemplazado a último momento por Ariel Boldrini, un delantero que venía de Platense.
A pesar de la tranquilidad del entrenador, el clima en las tribunas no era el mejor. En la semana previa al comienzo del torneo, se jugó un partido preparatorio con Bella Vista de Uruguay y se percibía un rumor de disconformidad en el ambiente; para peor, perdíamos 1 a 0 al promediar el segundo tiempo. Nuestra delantera era Zamora, Sáez y Taffarel. Ahí saltó a la cancha un flaco desgarbado al que nunca habíamos visto y se paró contra la banda izquierda. Era Cristian Ruffini y en su primera intervención sacó un centro perfecto para el gol del empate.
El torneo que comenzaba tenía un formato novedoso y era muy discutido. Se dejaban de jugar los campeonatos largos y se pasaba a un sistema donde la primera rueda era una unidad independiente llamada Torneo Apertura y luego la segunda rueda se llamaba Torneo Clausura. El domingo 19 de agosto de 1990 se jugó la primera fecha y el equipo que salió a la cancha para enfrentar a Platense fue: Scoponi, Saldaña, Pochettino, Berizzo y Fullana, Llop, Martino y Franco, Zamora, Sáez y Taffarel. Era una formación con todos jugadores del club y mayoritariamente jóvenes (con una notoria depuración respecto del plantel de los últimos años). Ganamos 1 a 0, sin convencer, con gol del Tata Martino.
Luego siguió un trabajoso empate en cero con Argentinos Juniors allá y una preocupante derrota en casa por 2 a 1 contra Huracán.
—¿Qué querés que te diga? Ese técnico no es para Newell’s —me dijo al día siguiente un compañero de secundaria empeñado en opinar sobre equipos que no eran el propio.
Lo cierto es que en nuestra gente también se había instalado una sensación de insatisfacción, tanto que se rumoreaba que el partido siguiente con Unión en Santa Fe era algo así como un ultimátum para el joven entrenador. En ese marco de tensión, el equipo respondió de buena manera. En un partido muy disputado nos pusimos arriba con gol de Zamora, nos empató Condorito Ramos (que había recalado en Unión y ese año fue uno de los goleadores del campeonato), y sobre el final lo abrochamos con goles de Taffarel y el Ciego Fullana.
Los dos partidos siguientes fueron de relativa tranquilidad, triunfo 1 a 0 contra Independiente en el Parque y goleada por 5 a 1 como visitantes de Chaco For Ever. Sin embargo, los partidos que venían asomaban como muy cuesta arriba: locales de River y el clásico de visitantes.
El domingo siguiente —en lugar de estar en la cancha— me encontró en Puerto Iguazú en el contexto de un viaje de estudios. Un subgrupo de futboleros nos sentamos en un bar donde tenían sintonizada una radio porteña que transmitía Boca-Central con conexiones espaciadas con nuestro partido. El de Buenos Aires terminó 2 a 1 a favor de los visitantes en una tarde donde Batistuta erró todo lo que le pusieron adelante, nosotros —en partido parejo— perdimos 1 a 0 con un gol de Da Silva en el segundo tiempo.
Esos resultados nos sumieron en la más profunda preocupación, en una semana en la cual los periodistas rosarinos nos daban como desahuciados antes de salir a la cancha. Sin embargo, existía una luz de esperanza, habíamos aprendido a tenerle confianza a ese equipo que hacía un juego distinto al de todos los Newell’s que hayamos visto hasta ese momento.
Del clásico del lunes a la noche habló mejor que nadie Rafael Bielsa en su relato Los dedos de mi hermano, donde cuenta que Marcelo había hecho la promesa de cortarse un dedo de la mano derecha si hacíamos cinco goles. El 4 a 3 del resultado final del partido —que no tuve más remedio que escuchar en la primera radio que encontré al salir del trabajo— estuvo en peligro tanto como el índice del Loco. En el juego fue todo lo contrario: una paliza inolvidable, una manifestación clara de lo que ya había empezado y no se detendría.
Ese Apertura 1990 tuvo algunas características singulares. Una fue que se disputó durante diecinueve semanas consecutivas, no se detuvo nunca por fechas FIFA, elecciones, visita del Papa ni nada parecido. Tampoco, tal vez como consecuencia de lo anterior, hubo ninguna fecha disputada entresemana. El otro suceso histórico es que nuestro equipo contra Unión en Santa Fe formó con Scoponi, Saldaña, Gamboa, Pochettino y Berizzo, Franco, Llop y Martino, Zamora, Boldrini y Ruffini. Las siguientes quince fechas hasta el final del torneo la formación fue exactamente la misma.

La sucesión de partidos fue mostrando al equipo cada vez más identificado con un juego demoledor de tan vertical, los delanteros molestaban la salida de los rivales, los volantes pisaban el área en todos los ataques, los laterales llegaban por sorpresa, los zagueros eran impasables. Nuestro único punto flaco era el arco, donde Scoponi venía atravesando una racha de dudas que tardaría varias fechas en superar. Así pasaron Gimnasia, Ferro, Vélez, Español, Lanús, Talleres, Racing, Mandiyú, Boca y Estudiantes, fueron seis triunfos y cuatro empates, en la época en que el empate sumaba proporcionalmente mucho más que ahora.
Y llegamos al sábado 22 de diciembre, última fecha contra San Lorenzo en cancha de Ferro. Éramos líderes con un punto de ventaja sobre River, que recibía en su cancha a Vélez. Nos acomodamos con Manzana, Moto y Manguera en la tribuna de tablones a espaldas del arco donde un rato después entraría en el ángulo el extraordinario tiro libre de Ruffini.
Así como todo el campeonato había pasado como un suspiro, una sucesión incesante de partidos, esa tarde el tiempo pareció detenerse. Los arcos de postes cuadrados, la intermitente lluvia sobre Caballito, el golazo del Rufo, el empate de Zandoná, las noticias que llegaban a cuentagotas desde Núñez, el final de partido, los ocho interminables minutos, el estallido con el gol del Gallego González, el “¡Ñubel, carajo!” del Loco que hoy es poster, el alambrado que se cae, el olor de la hierba.
Sobre ese campeonato, que nos cambio la forma de identificarnos con nuestro equipo, se ha hablado y escrito mucho. Sin embargo, la más delirante me la hizo Moto una noche a fines de los noventa, seguramente con alguna copa encima.
—Hasta la séptima fecha, cuando jugamos con River, tuvimos la publicidad de Austral en la camiseta y anduvimos medio a los tumbos. De la octava en adelante el patrocinador fue Yamaha. Creer o reventar, no perdimos nunca más.
(No es una mala opción, sobre todo para nosotros, evocar el primer título del Loco Bielsa aportando voluntariamente al Newellsletter —el penúltimo del año— con un bono contribución alusivo a la efeméride que estamos celebrando.)
PD 1: Como premio, te podés descargar libremente las ediciones digitalizadas de esa semana de las revistas El Gráfico y SóloFútbol.
PD 2: A propósito de El Gráfico, es interesante prestar atención a la evolución de las tapas correspondientes a las seis últimas fechas

PD 3: A propósito de la SóloFútbol, en el suplemento especial que editaron una semana después del campeonato, hay una entrevista al presidente Mario García Eyrea, principal responsable dirigencial de la decisión de elegir y sostener a Marcelo Bielsa. Se extraña a dirigentes así.
PD 4: Veintidós días después de publicado este texto, encontramos esta joyita histórica (gracias al archivo inconmensurable de Sergio Acuña): la foto del plantel campeón —junto a directivos y periodistas— en la Quinta de Olivos la noche que los recibió el presidente Carlos Menem y los agasajó con un asado.