La herida eterna del Morumbí
#30 | Ya sé que las derrotas dejan enseñanzas, pero yo hubiera preferido ganarle a San Pablo en Brasil la final de la Copa Libertadores de 1992 y no aprender nada.

Calculo que mi papá tampoco estaba de acuerdo, pero la responsabilidad de hacerse cargo del “no” definitivo recayó sobre mi mamá. Es cierto que yo todavía era menor y que, para salir del país solamente con mi papá, hacía falta una autorización de mi mamá “ante escribano público o autoridad pertinente”, tal como indica la ley. La necesidad de aquel trámite molesto podría llevar a la interpretación de que esa fue la causa por la que mi mamá decidió que no. Pero no fue así. Lo sé porque esos trámites podían ser engorrosos para cualquier familia, no para la mía: mi papá los resolvía con una frase mágica: “Andá y velo al petiso Gradilone”. Nunca supe bien qué hacía el petiso Gradilone, tampoco me interesaba averiguarlo, prefería imaginarlo como una especie de John Hannibal Smith en Brigada A.
La razón por la que mi mamá se hizo cargo del “no” de manera tajante hay que buscarla por otro lado. Lo hizo para cubrir a mi papá, una devolución de gentilezas después de tantas veces de "ya vas a ver cuando vuelva tu padre", el clásico juego de roles de policía bueno y policía malo que alternativamente suelen usar los padres para ejercer autoridad sobre sus hijos. Era él quien no estaba dispuesto, bajo ninguna circunstancia, a dejarme ir a Brasil para ver el partido revancha de la final de la Copa Libertadores 1992 entre Newell’s y San Pablo.
Ya no había querido que viajara a Montevideo para la final de 1988, aunque esa vez lo entendí porque yo tenía 13 años recién cumplidos y porque él, además de ser el responsable administrativo del club, debía ocuparse de la logística para la llegada al Estadio Centenario de los cientos de colectivos que saldrían desde Rosario. Se intuía que el clima podría ser hostil y había que procurar ciertas garantías mínimas de seguridad para los hinchas. Desde luego, fue imposible: la policía uruguaya dejó una zona liberada en el Parque Batlle y el regreso en los colectivos fue con tristeza y los vidrios rotos.
Ahora que soy padre, puedo ponerme en su lugar y advertir que hubiera sido una locura que me llevara con él a ver ese partido. Pero en junio de 1992 yo estaba cerca de cumplir los 17 años y me sentía lo suficientemente adulto como para viajar solo, Ya había ido a Santa Fe, a Avellaneda, a Córdoba, a la cancha del Deportivo Español, a la de Ferro, a la de Platense, a la de Vélez, al Monumental, a la Bombonera incluso estuve a punto de ir a Corrientes cuando jugamos contra Mandiyú. Mi papá no sólo me dejaba sino que alentaba a que viajara, de hecho me facilitaba la tarea con actitudes compinches: me conseguía las entradas, buscaba asientos vacantes en autos de amigos, me recomendaba con quiénes viajar en colectivo y con quiénes no. Yo me sentía un adulto y él me trataba como tal. Por eso creo que el problema con viajar a Brasil pasaba por otro lado. ¿Habrá sido su confianza absoluta en aquel equipo de Bielsa? Después de la primera final en Rosario, mi papá se convenció de que íbamos a ser campeones de América. No lo decía —por cábala— pero se le notaba en la gestualidad. Por esos días, hablaba con la pera levantada y caminaba con el aire sobrador de los petisos cuando están agrandados.
Tal vez no quiso que yo fuera a Brasil porque temía que los hinchas del San Pablo tomaran a mal que los de Newell’s les festejáramos el título en la cara. Una precaución similar a la que había tomado Omar, el papá de mi amigo Mauro, cuando nos llevó a la Bombonera el 9 de julio de 1991 y decidió que era más prudente dejar el estadio antes de que arrancaran los 30 minutos del suplementario. Si vamos a celebrar, mejor que sea con integridad física.
Haya sido ese el motivo o no, lo concreto es que no me dejó ir y tuve que ver la final de la Copa por televisión, desde el sexto piso del edificio de Urquiza y Pueyrredón, con Ledesma en el séptimo deseando que perdiéramos.

Para hablar del partido, voy a tomar prestados un par de párrafos que escribí en este otro Newellsletter:
Desde que arrancó la tuvieron siempre ellos, tocaban y encaraban, iban al frente y nosotros nos defendíamos. Ojo, no es que nos estaban pasando por encima porque ese equipo de Bielsa era muy aguerrido. Llop y Berti en el medio no le hacían asco a nada y además tenían carácter para reclamarle al referí, sobre todo el Loco Berti, que no llegaba a los veinte partidos en primera pero se plantaba como un veterano, Martino y Lunari también daban una mano si era necesario. Y abajo eran cuatro fieras: Saldaña, siempre prolijo y cumplidor; Gamboa, más atlético y espectacular; Pochettino, que parecía un marine de los que entrenaba cantando “Yo trabajo para el tío Sam” en esa película de Kubrick que acá llegó traducida como Nacido para matar; y el Toto Berizzo, que era el alter ego de Bielsa en la cancha. El éxito del planteo defensivo se completaba gracias a una regla que por entonces seguía vigente: el arquero podía agarrarla con la mano si un defensor le daba un pase, por lo que el Gringo Scoponi tenía margen para enfriar el partido. Pero igual la tenían siempre ellos.
Tampoco era fácil salir de contragolpe: Telé Santana había aprendido la lección de una década atrás y sus equipos ya no boludeaban en defensa como el Brasil que perdió 3 a 2 contra Italia en el mundial ‘82.
Cerca del minuto 21, Lunari busca un pelotazo rápido para Zamora a la salida de un tiro libre en contra pero dos defensores lo cubren sin inconvenientes y desde el círculo central le dan el pase atrás al arquero para que la vuelva a poner en campo nuestro. El saque de Zetti queda medio corto, creo que es Martino el que anticipa y despeja, y la pelota vuelve para el Negro Zamora que ahí sí les pudo sacar ventaja a sus marcadores porque los agarró a contrapierna. Encaró solo hacia el área y, antes de que lo alcanzaran, metió un derechazo que reventó el palo.
Todos los hinchas de Newell’s fantaseamos alguna vez un viaje en el tiempo y modificar el destino de esa jugada, ya sea corrigiendo unos centímetros el tiro de Zamora o avisándole al paraguayo Mendoza que es mejor acompañar la corrida de su compañero unos metros más atrás así no se pasa de largo en el rebote. Pero a mí me da miedo: Ray Bradbury ya nos enseñó que podemos meternos en un quilombo si cambiamos algún detalle del pasado. Además, quedan setenta minutos por delante y nada me garantiza que Raí, Cafú, Palinha y Müller no puedan darlo vuelta igual.

El resto es historia conocida: San Pablo ganó 1 a 0 con un gol de penal, tan dudoso y localista como el que nos habían dado a nosotros en la ida, y —valga la redundancia— fuimos a definición por penales. Llegamos confiados porque en el arco estaba Scoponi, que ya había sido el héroe en la noche de Cali dos semanas antes y en la tarde lluviosa de la Bombonera del año anterior, pero esta vez la suerte arrancó torcida.
La primera señal llegó cuando el árbitro no permitió el ingreso de Gustavo Raggio, un especialista en penales, sobre el final del partido (acá ya lo contamos). La segunda, cuando el tiro del infalible Toto Berizzo pegó en el palo. Pareció enderezarse en el tercer penal de ellos: fue a patear el defensor Ronaldo (que luego pasó a llamarse Ronaldão tras el surgimiento de Nazario, el Ronaldo Ronaldo) y le dio al medio, pero Scoponi se quedó quietito como Guzmán en 2013 contra Riquelme. Los nervios me impidieron festejar que seguíamos 2 a 2, a falta de dos penales por equipo. Es el turno del paraguayo Mendoza. La manera en que se para frente a la pelota es la tercera señal funesta: la tira por arriba del travesaño a la segunda bandeja. Me vuelvo a deshacer y no presto atención al zapateo que viene desde el departamento de Ledesma en el séptimo piso y que retumba sobre el techo del sexto. El zapateo se incrementa cuando Cafú pone el 3 a 2 para San Pablo.
El encargado del último penal para Newell’s es el Negro Gamboa, mi ídolo absoluto de ese equipo. No quiero mirarlo, pienso en tomar el ascensor para escapar de la situación. Pero los ascensores no van muy lejos. Igual, salgo al palier y lo llamo. Por supuesto, tarda en venir. ¿Y si bajo por las escaleras? No, mejor vuelvo a entrar. Ya es tarde.
“¡Lo erró, lo erró!”, escucho que celebra Ledesma desde el piso de arriba. Como hizo Federico Luppi con Arteche en aquella escena de Plata Dulce, yo también digo “Ledesma y la puta madre que te parió”. Estuve convencido hasta no hace mucho de que fue algo interno, de entrecasa, que no había traspasado las paredes de nuestro departamento, pero mi mamá desestimó mi creencia en una charla familiar el día que estrenó departamento nuevo en febrero de 2021, después de haber vivido 42 años en ese edificio de calle Urquiza donde fuimos vecinos de Ledesma. Me aseguró que lo dije gritando bastante más fuerte que Luppi y que se escuchó bien clarito, que en todo el edificio se escuchó. Dice también que yo agregué un “re” antes de puta y un “remil” antes de parió. Y que a la mañana siguiente —como todos los días— se lo cruzó a Ledesma en el ascensor, que amagó con hacerse el ofendido y reclamarle a ella por el insulto recibido. En cualquier otra situación, mi mamá hubiera estado los seis pisos disculpándose. Pero tenía plena conciencia de que el incidente posterior al penal no habría existido si me hubieran dejado viajar a Brasil. Entonces me salió a bancar y le dijo que se merecía lo que yo le había gritado.
“Y es poco”, con esa frase dio por terminada la charla.

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PD 2: La noche de miércoles 17 de junio de 1992 hubo un apagón generalizado en Rosario y muchos hinchas no pudieron ver la final por televisión, pero el corte no afectó la zona de Urquiza y Pueyrredón, de manera que yo sí lo pude ver. ¿Habríamos sido campeones si me hubiera tocado escucharlo por radio?
PD 3: Para completar el sufrimiento, recomendamos esto que escribió Bruno Correa en noviembre de 2023 en su newsletter Cabeza de Pelota: Maldita final