Se viene otro clásico
#13 | La insensatez y los nervios se volverán a apoderar de mí. Cada nuevo clásico es un momento donde me gustaría ser de los que creen que el fútbol son veintidós tipos corriendo atrás de una pelota.
En la cancha se sufre menos. Debe ser porque uno tiene el panorama completo y entonces sabe si el que está por recibir el pelotazo en profundidad efectivamente se va solo hacia el arco o si puede llegar primero algún defensor que la cámara de televisión no muestra o el relator de radio omite a propósito para cagarte la vida en nombre de la emoción. También ayuda un poco ver las caras de los que tenés al lado. Hay algo del entorno tribal que permite socializar la tensión y hacer catarsis colectiva con algún insulto, lamento o cantito improvisado. Siempre hay a mano una válvula de escape que impide la acumulación nociva de adrenalina en el cuerpo. Es cierto que también podés gritarle al televisor en el living de tu casa o ensayar macumbas frente a una radio, pero a riesgo de perder el respeto de tu familia.
Me acuerdo del clásico del 6 de mayo de 2007. Estábamos limpiando el patio y el paraguayo Cardozo metió el gol mientras mi hija de cuatro años llenaba un balde con el agua que metía primero en una botellita vacía de champú. No era lo más práctico para acelerar la limpieza, pero cuando Furchi dio penal para Central le exigí que volviera a la canilla y repitiera el procedimiento ante la negativa de la madre. Me puse firme y Villar le terminó atajando el penal al Kili González. No solo eso, el rebote le quedó servido a Belloso y la tiró por arriba del travesaño.
Ese día no estaba dispuesto a repetir la claudicación de mi papá del 7 de octubre de 1983, cuando volvíamos a casa en el Citroen naranja desde Ibarlucea y Ciraolo metió dos goles en dos minutos y puso el clásico 3 a 3. Faltaban diez, lo podíamos ganar y mi papá lo sabía, por eso pidió que nos quedáramos todos ahí adentro aunque ya hubiéramos llegado a destino. Pero mi mamá le dijo que se meaba, se bajó del auto y subió al departamento. Por supuesto, el partido terminó empatado.
También fue la responsable de otro empate, el del Puma Rodríguez del 28 de febrero de 1993. Lo ganábamos en el Parque 1 a 0 con gol de Berizzo y a ella se le ocurrió que era buena idea bajar de la platea unos minutos antes de que terminara el partido para poder llegar más rápido a encontrarse con mi papá que estaba en la otra punta de la cancha con los empleados del club. Con mis hermanos la desobedecimos responsablemente y nos quedamos firmes en nuestras plateas aunque eso no impidió que Scoponi saliera al pedo a cortar un pase para el muerto del uruguayo Aguerre, que se lo llevara puesto y le cobraran penal. Mientras mi mamá llegaba al encuentro de mi papá, el tiro del Puma Rodríguez le pasaba por debajo del cuerpo al Gringo Scoponi.
Se viene otro clásico y no sé qué hacer. La observación de los pájaros ya la tengo descartada porque nunca me funcionó y encima tuve que soportar la humillación del 27 de julio de 2015. Como veníamos de tres derrotas consecutivas, durante el partido salí con la bicicleta hasta San Jerónimo por un camino rural para evitar cualquier contacto con la civilización. Sabía que con un pedaleo sostenido podía estar de vuelta en Funes a las dos horas, con el resultado ya puesto. Y así fue. Llegando a la garita 18 vi que venían tres adolescentes con camperas de Central, se me aceleró el corazón pero bajé el ritmo de la bici para mirar mejor la gestualidad de cada uno. Caminaban despacio, se hablaban poco y tenían las manos en los bolsillos. Suspiré confiado y solté el manubrio para acomodarme el auricular en la oreja y prender la radio. “Hubiera sido una injusticia que lo empatara Newell’s en la última con el tiro de Maxi que pegó en el palo”. Pendejos de mierda, ganan un par de clásicos seguidos y ya no festejan más, lo toman como algo natural.
Tampoco me da para verlo por futbolparapobres porque el vecino de al lado tiene cable y todo lo que pasa en la pantalla de mi computadora lo escucho treinta segundos antes en el televisor de él. Pero esta vez no va a haber nadie en su casa: ya me dijo que irían a verlo a lo de la suegra, como el 23 de octubre de 2016, cuando ganamos 1 a 0 con gol de Maxi en el minuto 93.
Pienso en eso mientras descarto de plano mirarlo por streaming porque la última vez que lo hice fue el 2 de mayo de 2021 y perdimos 3 a 0. Intento convencerme de que esa noche no tuve la culpa yo: fue por el burro de Burgos, que lo puso a Sforza de 11 y lo mandó a Nadalín de stopper para marcarlo a Ruben. Tendría que ir a verlo a un bar como el 6 de noviembre de 2005, lo perdíamos uno a cero y lo dimos vuelta con un penal de Ortega y un gol con la espalda de Ezequiel Garay. Pero donde pasaban los partidos ya no los pasan más desde el 20 de marzo de 2022, la vez que unos de Newell’s festejaron el gol de Juanchón García revoleándoles un servilletero a otros de Central.
PD 3: Del gol anulado no diremos nada que ya no hayamos dicho: creíamos qTampoco quiero ocuparme en otros asuntos, intentando hacerme el desentendido, porque eso ya lo puse en práctica el 30 de septiembre de 2023 y salió mal. Una tía me había pedido en la semana previa que le diera una mano para mudar unos muebles y vi una ventana de oportunidad: a) podría quedar como un buen sobrino, y b) no tendría que prestarle atención al partido, lo seguiría simplemente al ritmo de los bocinazos y los gritos de los edificios. Fueron transcurriendo los minutos y se hizo evidente que en la cancha no pasaba nada, el único sonido ambiente era el de las ruedas de la carretilla girando torpes sobre las veredas rotas. En el momento en que estaba por terminar mi tarea de fletero artesanal, se escuchan gritos de gol, unos chicos que justo me pasan por delante se paralizan como yo y se preguntan de quién. Escucho bien clarito que a lo lejos alguien grita Ñuuuuubel, como si imitara a Kiko de Zona Sur. En un segundo se me dibuja una sonrisa, que se borra de inmediato cuando la misma voz lejana completa su alarido: chupala Ñuuuuubel, chupala.
Se viene otro clásico y desearía que ese 30 de septiembre de 2023 no hubiera existido nunca. No por la derrota (eso es circunstancial) sino por ese grupo de hinchas nuestros que decidió autoconvocarse en las inmediaciones del club después del partido para tirarles piedrazos a los potenciales autos con distintivos de Central que pasaran por Ovidio Lagos o Avenida Pellegrini festejando y tocando bocina. En Rosario muchas veces nos creemos portadores de una pasión futbolera única, hasta que un par de imbéciles con los colores de un equipo agarran un cascote así de grande y se lo tiran por la cabeza a una chica que pasa en moto con una camiseta del otro equipo. Y la matan.
Así, se vuelve complicado no sentirse medio pavo por tratar de ser simplemente un hincha que se alegra o se amarga por un resultado.
Por suerte también existen los muchachos del Fonavi de Donado y Mendoza, que desde hace más de una década vienen organizando el clásico entre vecinos y amigos del barrio. Se juntan en una canchita de Mendoza y Circunvalación, se llena de familias, conviven el rojo y el negro con el azul y amarillo. Y juegan en serio. Tan en serio, que cuando el partido termina, la vida sigue con normalidad: “Por más que tengas los colores que tengas, es al pedo pelearse”.